Carlos Freytes

Director del Área de Recursos Naturales de Fundar. Doctor en Ciencia Política y magíster en Ciencia Política y Sociología. Se especializa en la economía política de los recursos naturales, las políticas de desarrollo productivo y la evaluación de políticas públicas.

Juan O’Farrell

Coordinador del área de Recursos Naturales de Fundar. Economista y doctor en Ciencia Política y magíster en Gobernanza y Desarrollo Se especializa en la economía política de los recursos naturales, la tecnología y el trabajo.

María Victoria Arias Mahiques

Investigadora del Área de Recursos Naturales de Fundar. Abogada con una especialización en Derecho Ambiental. Se desempeñó en la gestión pública, en la elaboración de normas sobre licenciamiento ambiental. Sus temas de trabajo incluyen el desarrollo regulatorio ambiental, la gobernanza de recursos naturales y la participación pública.

Elisabeth Möhle

Licenciada en Ciencias Ambientales, magíster en Políticas Públicas (Georgetown-UNSAM) y becaria doctoral en Ciencia Política (FONCYT-UNSAM). Para su tesis doctoral investiga los conflictos políticos en torno a los procesos de descarbonización en América Latina.

Aín Mora

Licenciado en Economía (UNR) y becario doctoral del CONICET. Se está doctorando en Desarrollo Económico (UNQ) y maestrando en Economía Política (FLACSO). Es docente universitario de las materias Economía, Ambiente y Sociedad; Economía Política (UNR) y Análisis Económico (UCA).

Guillermo Peinado

Magíster en Economía Política (FLACSO) y licenciado en Economía (UNR). Es docente universitario de las materias Economía, Ambiente y Sociedad; Economía Política, y Macroeconomía (UNR) y Economía Ambiental (UCA).

1.1 La necesidad de repensar la orientación del desarrollo en la Argentina

Presentación

 

La pandemia de COVID-19 y las medidas dictadas para dar respuesta a sus efectos, sumadas a las interdependientes crisis climáticas y ecológicas existentes a nivel global, han profundizado las persistentes desigualdades estructurales en América Latina y reforzado las situaciones de crisis económicas de la región.

Esta combinación de circunstancias abre paso, en el caso argentino, a un nuevo período de desequilibrio macroeconómico y se suma a la necesidad de hacer frente a los compromisos de pago de la deuda. La salida ha sido profundizar las actividades extractivas como motor para el sector exportador, principal proveedor de divisas, con esquemas diferenciados por sectores. Así, se otorgan subsidios a las empresas extractivas de fósiles y se ofrecen beneficios impositivos a empresas mineras, pese a que ambos sectores generan impactos ambientales a nivel local y un cuadro de creciente conflictividad. A la vez, en el país no se internalizan suficientemente los desafíos ecológicos y climáticos para lograr una transición hacia una economía con menor presión sobre sus bienes naturales.

Se pronostica un crecimiento económico atado al incremento de las exportaciones (también recomendado por el Fondo Monetario Internacional [FMI]), para obtener divisas que permitan afrontar compromisos de la deuda; no obstante, es necesaria una mirada mucho más compleja respecto a sus posibles consecuencias. Estas no solo pueden implicar una profundización del extractivismo (ver Martínez Allier y Walter, 2021), sino que condicionan las medidas que se van a tomar para diversificar la economía, y, más

importante aún, consolidan la estrategia de especialización primaria como patrón de inserción internacional de manera dependiente, la cual tampoco ha logrado revertir históricamente el profundo cuadro de desigualdades socioeconómicas que atraviesa la Argentina.

En un contexto de grandes complejidades, parece sumamente importante darle lugar al debate de ideas sobre los rumbos a seguir para lograr una forma de convivencia que tienda al bienestar de toda la población, respete los límites planetarios y se enfrente a los desafíos societarios que presenta la era de la globalización, ya entrada la segunda década del siglo XXI. Los modelos de desarrollo del siglo XXI deben ser transformadores para dar respuesta a los desafíos ecológicos y climáticos cuyo impacto en el bienestar de la población nunca fue tan grande.

En la región, hay iniciativas que proponen interesantes debates para integrar, en alguna medida, parte de los desafíos ecológicos centrales. Por ejemplo, en el proceso constituyente de Chile, se creó una comisión sobre economía, ambiente y derechos de la naturaleza; en Colombia, el candidato presidencial Gustavo Petro propuso salir de los combustibles fósiles, y en Perú, se está discutiendo la posibilidad de una reforma tributaria para elevar la carga del sector minero, clave en su economía.

Mientras tanto, en la Argentina, existen pocos espacios para llevar adelante estas discusiones. Las iniciativas que surgen se encuentran, en la mayoría de los casos, atravesadas por enormes contradicciones, y, en otros casos, son vistas como falsas soluciones. Además, como muchos de los impactos de las decisiones que se toman van a repercutir en el mediano y largo plazo, también resulta clave pensar en distintos horizontes temporales.

En esta nueva edición del Informe Ambiental FARN, convocamos a referentes de distintos grupos de investigación a participar de un ejercicio de reflexión a fin de fomentar el debate sobre una Argentina que no ignore los desafíos económicos actuales, pero que comprenda la importancia de integrar de manera sustantiva las discusiones ecológicas y sociales con vistas al futuro, antes de que puedan ser influenciadas “desde afuera” por acuerdos comerciales de distinta índole. Como hemos hecho con otros temas en ediciones anteriores,1 compartimos un cuestionario con referentes que valoran la dimensión ambiental vinculada al debate económico, integrando a sus análisis las cuestiones de los bienes ambientales desde diferentes visiones. En esta edición, contamos con los aportes de Carlos Freytes, Juan O’Farrell y María Victoria Arias Mahiques, de Fundar; Elisabeth Mohle, becaria doctoral en Ciencia Política (FONCYT-UNSAM), y Ain Mora y Guillermo Peinado, especialistas en Economía Política.

Si bien las opiniones publicadas son independientes de la línea de FARN, valoramos la participación honesta en este ejercicio que aporta nuevas ideas sobre temas complejos y atravesados por distintas visiones político-ideológicas. Cabe señalar que los siguientes artículos cuentan con ediciones mínimas de estilo.

 

Para guiar la redacción, se compartió con las y los autores una serie de preguntas orientadoras, que se presentan a continuación:

1) ¿Cómo puede hacer la Argentina para responder a su necesidad de divisas? ¿Cuál es el rol que tienen hoy los bienes ambientales en dar respuesta y cuál deberían tener en un mediano plazo (a 10 años)? ¿Existen otras fuentes (sectores, subsectores) de generación de divisas que posean menor conflictividad socioambiental asociada? En ese caso, ¿cuáles serían las condiciones necesarias para que estas apuestas prosperen (se desarrollen o se expandan)?

2) ¿Existen condiciones —y en este caso, cuáles son— para que la explotación de los bienes naturales impacte de manera positiva en los indicadores sociales (i. e., pobreza, exclusión, desigualdad)? ¿Cuáles son las situaciones particulares en las que se debería avanzar en esta línea y en cuáles no se debería avanzar?

3) ¿Cuáles son las oportunidades para que se pueda hacer una transición hacia una economía baja en explotación de bienes naturales, o, por el contrario, cuáles son los riesgos de seguir profundizando esta dependencia de la explotación primaria?

4) ¿Existen oportunidades para la diversificación de la estructura productiva (más allá de las actividades extractivas)? ¿Cuáles son y de qué dependen?

5) ¿Cuáles son los acuerdos necesarios a nivel político, social y económico para avanzar en la senda propuesta?

 

Lo que sigue son los aportes de referentes de tres espacios para que puedan ser apreciados por los lectores y lectoras.

 

Innovación productiva y gobernanza ambiental. Lineamientos para pensar una agenda en desarrollo
Autores: Carlos Freytes, Juan O’ Farell y María Victoria Arias Mahiques

Por años predominó en el pensamiento económico latinoamericano la idea de que las actividades primarias no cuentan con el dinamismo necesario para contribuir a una transformación estructural de la economía. No obstante, en los últimos años, se ha consolidado un consenso que desafía esta idea. La agricultura, la minería y los hidrocarburos, entre otras actividades primarias, pueden favorecer la generación de capacidades productivas, tecnológicas y de innovación, y de esta manera ofrecer una oportunidad para el desarrollo (Freytes y O’Farrell, 2021). De hecho, esa fue la trayectoria de varios países desarrollados, en los que, lejos de ser un obstáculo, los recursos naturales (de ahora en más, RRNN) jugaron un rol central en el tránsito hacia sectores de alto valor agregado y complejidad tecnológica, a través de la demanda de maquinaria, insumos y servicios desde los sectores primarios (Katz, 2020).

Esta perspectiva plantea una visión optimista y a la vez prudente respecto al potencial de los RRNN como palanca del desarrollo. Reconoce que una economía primarizada difícilmente provea bases sólidas para la inclusión social y el bienestar de la población (Bril Mascarenhas y otros, 2020). Pero entiende que en las condiciones actuales de la economía internacional existe una ventana de oportunidad para promover la generación de eslabonamientos productivos y capacidades en torno a los recursos renovables y no renovables (Marín y otros, 2015)2. Advierte también que estos resultados no se dan de manera automática: requieren la intervención activa del Estado y políticas de desarrollo productivo bien diseñadas y coordinadas, que se adapten al contexto local e incorporen la perspectiva de los actores en el territorio. 

Es indudable que muchas de estas actividades involucran impactos negativos sobre el ambiente, que no pueden ser ignorados o minimizados. Si estos impactos no son adecuadamente abordados por regulaciones y controles, pueden provocar daños irreversibles en los ecosistemas, afectar negativamente la salud, en especial de las poblaciones más vulnerables, y socavar el bienestar de las generaciones futuras.

En este marco, las industrias intensivas en recursos naturales (de ahora en más, IIRN) pueden responder de manera directa e indirecta a la necesidad de divisas que enfrenta la Argentina. De manera directa, incrementando el nivel de producción y de exportaciones en el corto y mediano plazo. De manera indirecta, funcionando como una plataforma desde la cual generar eslabonamientos productivos hacia actividades relacionadas intensivas en conocimiento, de manera de diversificar el perfil exportador del país y disminuir la vulnerabilidad a posibles shocks adversos de precios. 

Un aprovechamiento planificado y estratégico de los RRNN permitiría de este modo no solo hacer frente a los compromisos y urgencias de divisas del corto plazo, sino también proyectar en el mediano y largo plazo un modelo de desarrollo sostenible, que evite las sucesivas crisis de balanza de pagos y logre sacar a la economía del sendero de bajo crecimiento y alta volatilidad en el que transita desde mediados de los años setenta. Atender el desbalance entre las divisas que genera y consume la economía —la llamada restricción externa— es un paso ineludible para empezar a cambiar esta trayectoria (Bril Mascarenhas y otros, 2020).

 

El aporte directo e indirecto de las IIRN a la generación de divisas 

Los recursos naturales juegan un rol determinante en la generación directa de divisas de la economía argentina: el 70% de las exportaciones son explicadas por bienes primarios y sus derivados (30,5% del complejo oleaginoso, 17,4% del cerealero, 8% del bovino, 6,8% del sector metalífero y litio, 6,7% del petrolero-petroquímico, 4% del frutícola, 3,2% del pesquero y 1,1% del forestal) (INDEC, 2020). 

Estas actividades tienen, además, potencial para incrementar ese aporte en el corto y mediano plazo. Por ejemplo, en el sector de la minería, se estima que el país cuenta con recursos identificados por 100 millones de toneladas de carbonato de litio equivalente y 65 millones de toneladas de cobre fino, lo cual, de concretarse la construcción de los proyectos ya factibilizados, permite proyectar un escenario en el que las exportaciones mineras se dupliquen y hasta tripliquen en la próxima década. En el sector de hidrocarburos, Vaca Muerta constituye el segundo reservorio mundial no convencional de gas natural y el cuarto de petróleo, con recursos recuperables estimados en dos siglos de abastecimiento interno en el caso del shale gas y un siglo en el caso del shale oil. El desarrollo del 50% de los recursos permitiría un volumen de exportaciones incremental superior a los USD 50.000 millones anuales durante el próximo medio siglo. Para dimensionar el orden de magnitud, el monto total de exportaciones argentinas en 2021 fue de USD 77.934 millones (Arceo, 2022). 

De manera indirecta y con resultados de mediano a largo plazo, las IIRN pueden contribuir a la generación de divisas a través de la mencionada estrategia de generación de capacidades productivas. Las empresas que dan servicios, insumos o maquinaria a las IIRN, además de proveer al mercado interno —lo cual genera empleo y sustituye importaciones—, tienen el potencial de transitar una curva de aprendizaje que les permita ganar competitividad y exportar, lo que puede contribuir a la diversificación del perfil exportador hacia actividades de mayor valor agregado. 

En nuestro país, el desarrollo de empresas locales intensivas en conocimiento y empleo calificado a partir de las IIRN muestra resultados mixtos. El sector agropecuario es el más virtuoso en este sentido, en rubros como maquinaria, semillas, biotecnología y software. En el caso de la biotecnología aplicada al sector agropecuario, por ejemplo, en las últimas décadas hubo un incremento en la cantidad de empresas, en las ventas y en la inversión en I+D, apalancado en las significativas capacidades científico-tecnológicas existentes en el sistema público. Sin embargo, a pesar de estas experiencias favorables, la actividad sigue dominada mayormente por compañías multinacionales y las empresas locales enfrentan importantes obstáculos en términos de capacidades financieras, regulatorias y comerciales (O’Farrell y otros, 2020). En consecuencia, los avances que se observan están todavía lejos de configurar una transformación de la estructura productiva y menos aún de haber logrado diversificar el perfil exportador. Para darle impulso a este proceso, es necesario consensuar una estrategia de largo plazo que coordine instrumentos de política productiva, comercial y ambiental. 

En el caso de la minería, la generación de eslabonamientos hacia actividades de mayor valor agregado está circunscrita a casos específicos (Marin y otros, 2021). La mayoría de las empresas domésticas se localizan en actividades de poca complejidad (logística, alimentación, higiene y mantenimiento), que, aunque valiosas en términos de generar empleo y actividad económica local, son menos relevantes para la generación de capacidades productivas y tecnológicas. Esto se debe a que los grandes proyectos mineros, intensivos en capital y operados por grandes empresas multinacionales, usualmente contratan bienes y servicios complejos (maquinaria pesada, estudios geológicos e hidrogeológicos, análisis de laboratorio, entre otros) a un número reducido de proveedores globales. El marco normativo que regula la actividad, de carácter liberal, carece de instrumentos que permitan balancear estas enormes barreras de entrada, favoreciendo una mayor integración de las operaciones mineras con el aparato productivo local (Obaya, 2021). El régimen federal que gobierna la actividad les asigna a las provincias potestad para la aprobación y supervisión de los proyectos mineros, pero les otorga pocos instrumentos para establecer condicionalidades más exigentes vinculadas al desarrollo de proveedores (Freytes y otros, 2022). Promover el desarrollo de capacidades complejas en torno a la minería requiere, en suma, implementar políticas que permitan superar algunas de las limitaciones del marco de gobernanza actual. 

Si las empresas proveedoras de bienes y servicios asociadas a las IIRN logran internacionalizarse, y aumenta en consecuencia la participación de bienes y servicios con mayor valor agregado en la canasta exportadora, la economía argentina podría disminuir su dependencia actual de la exportación de productos primarios. Sería un paso hacia una mayor complejización y diversificación del tejido productivo, en línea con los objetivos que plantea la mayor parte de la literatura sobre desarrollo. Ese proceso debería ir de la mano de una transición hacia tecnologías y modelos productivos más sustentables y de un fortalecimiento de los marcos de gobernanza socioambiental, de manera de atender los impactos negativos de estas actividades. 

Incluso si es exitosa, la diversificación a través de IIRN no es suficiente para lograr un modelo de desarrollo que garantice empleo y bienestar para las mayorías. Es necesario promover también la generación de capacidades productivas y tecnológicas por otras vías y a través de otros sectores. Existen ejemplos de implementación de políticas de desarrollo productivo para promover sectores que, sin ser intensivos en RRNN, exhiben un gran dinamismo y potencial exportador, como el de servicios basados en conocimiento (el tercer complejo exportador en la Argentina, luego del cerealero oleaginoso y del automotriz) (O´Farrel y otros, 2021). Existen también oportunidades de diversificación que incorporan explícitamente objetivos ambientales, en particular en sectores enmarcados en la transición energética a la descarbonización, como las energías renovables no convencionales (ERNC), el hidrógeno verde y la electromovilidad. Estos últimos sectores enfrentan desafíos tecnológicos y, sobre todo, económico-financieros y político-institucionales, cuya remoción requiere también de políticas públicas coordinadas por una orientación estratégica de mediano y largo plazo (Bril Mascarenhas y otros, 2020).

 

Las tensiones socioambientales en el desarrollo de actividades intensivas en recursos naturales 

En años recientes, ha habido intensas movilizaciones y debates en torno a proyectos de inversión con aptitud exportadora que comportan potencialmente impactos ambientales significativos, como la salmonicultura en Tierra del Fuego, la minería en Chubut, las macrogranjas porcinas en territorio pampeano y la exploración de hidrocarburos offshore. Si pensamos el desarrollo de manera unidimensional, los dilemas políticos que estos proyectos plantean se resuelven, en apariencia, de manera sencilla: a favor de su ejecución si priorizamos la generación de divisas; en contra si priorizamos sin más los reclamos fundados en cuestiones socioambientales. Proponemos, en cambio, desde una mirada integral del desarrollo, y en el marco de una estrategia de largo plazo, analizar caso por caso cuáles son los potenciales beneficios de cada una de esas inversiones. No existen actividades intrínsecamente buenas o malas: existen contextos locales y maneras de llevar adelante la ejecución de esos proyectos. 

Es indudable que muchas de estas actividades involucran impactos negativos sobre el ambiente, que no pueden ser ignorados o minimizados. Si estos impactos no son adecuadamente abordados por regulaciones y controles, pueden provocar daños irreversibles en los ecosistemas, afectar negativamente la salud, en especial las poblaciones más vulnerables, y socavar el bienestar de las generaciones futuras. Ejemplo de ello es el avance de la frontera agropecuaria en detrimento de los biomas nativos; el deterioro de los humedales producto de la desregulación de las actividades agropecuarias y forestales y el desarrollo inmobiliario; o los casos de afectación de la salud humana por incorrecta aplicación de agroquímicos, entre tantos otros. 

La incorporación de la dimensión ambiental es también relevante en términos comerciales. Existen riesgos crecientes de perder mercados externos a causa de las mayores condicionalidades “verdes” por parte de los países compradores. Por ejemplo, varios de ellos están incorporando la medición de la huella de carbono o certificados de “libre de deforestación” en productos agropecuarios como una variable decisiva para el acceso a los mercados o la determinación de la demanda y los precios de los productos. Estos mecanismos implican una creciente vulnerabilidad para el sector externo argentino, pero también una oportunidad para aumentar el valor de las exportaciones a través de la incorporación de estándares de sostenibilidad. 

En tercer lugar, el alto grado de conflictividad social que traen aparejados algunos proyectos productivos expone falencias importantes en la gobernanza nacional y subnacional de los RRNN. Las movilizaciones socioambientales expresan la aspiración de la sociedad civil a vivir en un ambiente saludable y a participar de las decisiones sobre los recursos comunes. La presión de las empresas para acelerar la aprobación de proyectos resistidos, las denuncias sobre hechos de corrupción, y los comportamientos colusivos de actores públicos y privados socavan la credibilidad del Estado respecto a su capacidad para controlar y garantizar el cumplimiento de estándares socioambientales. Cuando esto ocurre, la discusión sobre la prevención y mitigación de los impactos ambientales migra hacia un reclamo de cumplimiento de garantías democráticas, al tiempo que la desconfianza y el descrédito de las instituciones públicas mina la posibilidad de explorar mecanismos participativos y de diálogo entre los actores de la sociedad civil que puedan atender a estas demandas.

Un proyecto estratégico que busque escalar las actividades intensivas en RRNN como vía hacia la diversificación y complejización económica no debería subestimar estas problemáticas, sino, por el contrario, hacerlas parte central y estructurante de la política pública. Entendemos que lo que se requiere es un debate profundo, como base para la construcción de ciertos acuerdos sociales y políticos sobre qué actividades promover, en un contexto macro caracterizado por la vulnerabilidad externa de la economía argentina, pero también por procesos globales asociados al cambio climático y la transición energética. La decisión acerca de qué actividades permitir y promover debe basarse en información confiable sobre los potenciales impactos ambientales y sociales, y respecto a cuáles son y cómo se ejercen las capacidades estatales para prevenir, monitorear y reparar estos impactos. Crucialmente, deben incorporarse también mecanismos democráticos que incluyan la participación de las comunidades que habitan los territorios donde se llevan adelante las actividades. El desafío es mayúsculo en tres niveles: institucional, político y tecnológico. Y difícilmente se logre sin dar un salto en las capacidades estatales.

 

Políticas para mejorar el aporte de los recursos naturales al desarrollo 

Generar un sendero de desarrollo virtuoso que dé respuesta a los desafíos hasta aquí planteados demanda una estrategia intensiva en políticas públicas y construcción institucional. Atender a los problemas descritos y lograr que las IIRN, además de proveer divisas, contribuyan al desarrollo y al bienestar social requiere tres condiciones necesarias: (1) en el plano productivo, se deben implementar políticas para promover eslabonamientos hacia sectores de mayor intensidad tecnológica, el desarrollo de proveedores y la generación de empleo local; (2) en el plano fiscal, se debe garantizar una captación de las rentas de la explotación, que se distribuya de manera equitativa entre los diferentes niveles de gobierno; (3) en el plano socioambiental, se deben evaluar integralmente los impactos negativos sobre las poblaciones y los ecosistemas, para lo que es fundamental fortalecer los procesos de evaluación de impacto ambiental y de participación ciudadana.

En primer lugar, la generación de eslabonamientos se debe promover utilizando de manera coordinada herramientas de política de desarrollo productivo, científico-tecnológico y comercial, en el marco de una estrategia de largo plazo3. Dadas las asimetrías entre empresas multinacionales y empresas locales que caracterizan a las cadenas globales de valor en las que se insertan las IIRN (minería e hidrocarburos, pero también la agricultura de exportación), el desarrollo de capacidades productivas y tecnológicas complejas requiere de la implementación coordinada de un abanico de iniciativas. Estas incluyen políticas de desarrollo de proveedores, programas de capacitación y reglas de contenido mínimo local. Deben estar además basadas en mecanismos institucionales que favorezcan la interacción entre actores públicos y privados, la identificación de prioridades y la coordinación entre los instrumentos. Dado el peso comparativamente bajo de la inversión privada en I+D, para favorecer el desarrollo de capacidades científicas y tecnológicas, es imprescindible asignar recursos a las universidades, laboratorios y otras organizaciones dedicadas a la generación de conocimiento, que son los pilares del sistema público de innovación. Esto debe complementarse con instrumentos que favorezcan la vinculación entre el sistema científico y el productivo, para que el conocimiento generado se transforme en nuevos productos y servicios comercializables que contribuyan a la productividad y sustentabilidad de las IIRN. 

En segundo lugar, en el plano fiscal, se debe garantizar una captación equitativa de las rentas de la explotación de las IIRN y una redistribución que contribuya al bienestar social y al desarrollo económico (Jorratt, 2021). Actualmente, las IIRN tienen un desempeño dispar en este aspecto. Mientras que el sector agropecuario hace un aporte considerable en términos fiscales, con derechos de exportación que representaron en 2021 un 7,2% de la recaudación total, en otros sectores hay mucho margen para mejorar. Los esquemas de imposición flexibles vinculados a los precios internacionales o márgenes de rentabilidad son una buena alternativa para explorar. Existe también mucho espacio de mejora en términos de eficiencia administrativa, equidad interjurisdiccional y reducción de la evasión.

En tercer lugar, es necesario fortalecer las herramientas e instrumentos de gestión ambiental, de manera de minimizar los impactos socioambientales negativos. Es en este punto donde el régimen actual de gobernanza de los RRNN presenta mayores déficits, lo que favorece un escenario de alta conflictividad, con un número significativo de proyectos productivos cancelados o suspendidos por la oposición de las comunidades locales (Wagner y Walter, 2020). Atender a esos déficits es un objetivo importante en sí mismo, y puede facilitar además la obtención de la licencia social —entendida como la aprobación continua y dinámica de la comunidad local y otros grupos de interés— para aquellos proyectos sobre los que exista consenso a nivel nacional y local (Thomson y Boutilier, 2011). 

En este terreno, el federalismo argentino tiene también un impacto decisivo. Las provincias son las responsables de la aprobación de los proyectos y actividades productivas, en virtud de su dominio constitucional sobre los RRNN. Lo que se verifica en la práctica es una marcada heterogeneidad normativa, con un complejo mapa de regulaciones diversas en el interior de cada una de las jurisdicciones. Existe además una variación considerable en la disposición de las elites políticas y económicas provinciales para atender a las demandas socioambientales, y en la implementación efectiva de normativas específicas, como la Ley de Bosques (Christel, 2018; Fernandez Milmanda y Garay, 2020). No solo la regulación, sino también la fiscalización y el monitoreo ambiental de las actividades productivas, son dispares. Se ha señalado que existe una gran heterogeneidad respecto a la disponibilidad de información pública ambiental, a la vez que se han identificado déficits en relación con los recursos humanos que intervienen en los procesos de evaluación (SAyDS, 2018; MayDS, 2020). Atender estas dimensiones requiere de un fortalecimiento de la institucionalidad pública y las capacidades de los Estados provinciales. La capacitación de recursos humanos y el desarrollo de sistemas de información actualizados son pasos esenciales en esa dirección. Para identificar y evaluar de forma oportuna los impactos sociales directos e indirectos de los proyectos es también clave mejorar el análisis del medio socioeconómico en los Estudios de Impacto Ambiental (EIA) (SAyDs, 2019).

Dadas la heterogeneidad normativa a nivel subnacional y la falta de recursos para llevar a cabo los controles ambientales por parte de las autoridades competentes, resulta deseable que desde la política nacional se promuevan iniciativas en el mismo sentido. La sanción de una ley de presupuestos mínimos de evaluación de impacto ambiental permitiría armonizar estándares entre las distintas jurisdicciones, consensuar los contenidos mínimos que deberían tener los estudios, así como los criterios de participación y disponibilidad de la información, y fortalecer la etapa de la fiscalización como elemento integral del proceso. Una alternativa que se puede explorar es la jerarquización institucional de la autoridad ambiental nacional a través de la creación de una agencia de protección ambiental que intervenga en los temas de interés federal, de manera similar a la experiencia de otros países federales, como Canadá o Brasil. La implementación de la Evaluación Ambiental Estratégica (EAE) para las políticas, los planes y los programas gubernamentales que involucran el aprovechamiento de RRNN puede proporcionar también un marco efectivo para abordar las tensiones socioambientales de manera integral y a mayor escala.

 

Capacidades estatales y acuerdos sociales y políticos 

Resolver algunos de estos problemas requiere, como paso inicial, un proceso de discusión abierto y participativo que favorezca la elaboración de una visión sobre qué papel pueden cumplir los RRNN en una estrategia de desarrollo sostenible para nuestro país. Esto plantea, a la vez, la necesidad de promover ámbitos novedosos de intercambio entre actores políticos, productivos y de la sociedad civil que proporcionen la infraestructura institucional necesaria para la realización de ese diálogo y la mediación de visiones e intereses contrapuestos. 

A nivel macro político es imprescindible promover acuerdos transversales a las dos principales coaliciones partidarias respecto a ciertos ejes estratégicos, como la promoción sostenida de determinadas actividades; la necesidad de diseñar instituciones públicas creíbles, jerarquizadas y con recursos; la estabilidad en el financiamiento de políticas de ciencia, tecnología e innovación; la planificación integral respecto al uso y explotación de recursos críticos como el litio y los hidrocarburos, y la definición del rol de las empresas públicas, como YPF, en ese entramado. Para que las propuestas que resulten de esos procesos de diálogo social y de acuerdos políticos transversales sean factibles y tengan anclaje en la realidad, se requiere también, como condición necesaria, un esfuerzo sostenido orientado al fortalecimiento de las capacidades estatales involucradas tanto a nivel nacional como subnacional. 

El desarrollo de largo plazo exige, en suma, sostener conversaciones estratégicas que, por el tamaño de los desafíos, deben llevarse adelante de manera urgente. Estas pueden servir para capitalizar las innovaciones tecnológicas que se encuentran en marcha, pero requerirán indefectiblemente de una institucionalidad robusta y una ciudadanía involucrada.

 

Los recursos naturales y el desarrollo sostenible argentino
Autora: Elisabeth Mohle

A pesar de que se va acercando el fin de la pandemia de COVID-19 en nuestro país, esto no significa el fin de nuestros problemas. La Argentina ha atravesado décadas y, en especial, años complejos en términos económicos, en los que resulta difícil encontrar un camino más o menos consensuado hacia el desarrollo. Eso nos ha impedido estabilizar la economía, apaciguar la crónica escasez de divisas que genera devaluaciones recurrentes —lo que se conoce como “restricción externa”— y encaminarnos hacia un crecimiento económico que permita mejorar el bienestar de todos los habitantes de nuestro país, en especial el del 40% que se encuentra en la pobreza.

Las alternativas de los modelos de desarrollo argentino han sido intensamente discutidas a lo largo de nuestra historia. El rol del campo, la protección industrial, el tipo de cambio, la apertura comercial, cómo bajar la inflación y la creación de confianza son algunos de los tópicos sobre los que ni la dirigencia política ni la sociedad en general han logrado encontrar consensos mínimos que permitan salir de la dinámica pendular que ha caracterizado a la política económica argentina del último medio siglo.

Sobre este escenario se monta ahora la pregunta por la sostenibilidad ambiental del modelo de desarrollo. A partir de la revitalización de la sociedad civil luego de la crisis de 2001, surgen cambios importantes en las formas y agendas de la movilización. El discurso ambiental pasó de estar ligado a la conservación y a los perfiles profesionales hacia un framing más socioambiental y popular. Empezaron a proliferar  conflictos socioambientales vinculados al avance de actividades productivas en zonas remotas, se  fortalecieron las instituciones ambientales y comenzó una incipiente articulación entre el Estado y la sociedad civil. Así, la cuestión ambiental se fue convirtiendo en una temática cada vez más popular y con influencia mediática y política.

Si los primeros conflictos ambientales, como los casos por la explotación minera en Esquel o en Andalgalá, quedaron enmarcados en los contextos provinciales, a partir de la nacionalización del conflicto por las pasteras en el río Uruguay, la cuestión ambiental comenzó a pensarse —incipientemente— como una agenda de la política nacional. Y sobre esto se edificó la sanción de las leyes de bosques y glaciares y, más adelante en el tiempo, la de cambio climático. Sin embargo, aunque empezó a subir la intensidad y el alcance de los debates, estos no dejaron de ser “sectorializados”, sin discusión del “modelo” en términos amplios. 

Eso cambió en los últimos años. En una conjugación entre problemáticas ambientales cada vez más visibles, la irrupción de Greta Thunberg y sus seguidores argentinos, la apropiación de las herramientas que brindan las redes sociales y un estancamiento económico del que parece que ningún sector político sabe cómo salir, se fogoneó un debate más vasto sobre el modelo de desarrollo argentino y sus implicancias ambientales.

Es de celebrar esta profundización del debate. Sin embargo, ha llegado un punto en el que la tensión de las posturas antagónicas parece agotarse y la construcción de algo nuevo requiere diálogos más fructíferos. La agenda y militancia ambientalista nace con un carácter forzosamente opositor y con la llamada y mantenimiento de la atención como estrategia principal. Eso fue clave para lograr la sanción de la Ley de Bosques en 2007 (Figueroa y Möhle, 2021), por ejemplo. Pero para la construcción de una agenda propositiva, la acumulación de poder real y la intervención en espacios de discusión más amplios, es necesario encarar nuevas estrategias que permitan avanzar hacia el próximo paso: la participación real y concreta en el pensar y construir esa tan anhelada meta de un país más justo y sustentable. 

Las posiciones ligadas a la preocupación por la ampliación de las capacidades productivas y el desarrollo nacional deben incorporar de manera urgente las restricciones y los compromisos ambientales locales, nacionales y globales. Al mismo tiempo, desde los sectores ambientales es necesario construir discursos y posiciones anclados en un conocimiento profundo sobre las limitaciones y potencialidades de la estructura productiva argentina para proponer alternativas reales y posibles acerca de las cuestiones concretas que hacen al desarrollo sostenible argentino.

 

¿Qué significa desarrollarnos? 

El modelo de desarrollo de los países del Norte Global no funciona en tanto estos no logran ser sustentables en términos ambientales (Raworth, 2017; Hickel, 2021). Pero eso no significa que el camino es no desarrollarnos ni que los aprendizajes que nos brindan sus  trayectorias de crecimiento económico no sirvan. Asimismo, aunque las teorías clásicas del desarrollo económico hoy resulten rengas, puesto que no consideraron la sostenibilidad ambiental en sus análisis, esos estudios son vitales para pensar —incorporando las nuevas variables— el desarrollo del siglo XXI.

Entonces, ¿qué significa desarrollarnos? Poder garantizarles a todos los habitantes de nuestro territorio buenas condiciones de vida. Para “medir” el desarrollo, uno de los indicadores más utilizados es el producto bruto interno (PBI) per cápita, o “ingreso por habitante”. Si bien es imperfecto porque no se refiere al progreso social efectivo, a la desigualdad o al daño ambiental, en líneas generales los países que tienen menores tasas de pobreza son también los que tienen mayor PBI per cápita. Asimismo, frente a estas limitaciones también se utiliza el índice de desarrollo humano (IDH), que, además del PBI per cápita, suma indicadores de salud (esperanza de vida) y educación (años de escolarización de la población) para analizar el nivel de desarrollo de los países. De todos modos, las tres variables están estrechamente correlacionadas, por lo que los países con mayor PBI per cápita suelen ser los que presentan los niveles de IDH más altos.

Ya desde la publicación de Los límites del crecimiento (1972) sabemos de la imposibilidad del crecimiento económico infinito en un planeta finito. Pero ¿significa esto que no debemos crecer? ¿O más bien que debemos consensuar cuáles son las metas de crecimiento necesarias para alcanzar niveles de bienestar aceptables? ¿Cuáles serían esos niveles? ¿Los de la Argentina, los de España, los de Estados Unidos, los de Suecia? Al mirar cualquiera de estos países, en donde los niveles de pobreza son drásticamente inferiores al argentino, se observa que el PBI per cápita argentino es muy inferior. Sin embargo, hay diferencias: Estados Unidos es el de mayor ingreso per cápita de los mencionados, y, a la vez, es un país mucho más desigual y violento que España y, sobre todo, Suecia. También tiene un impacto planetario particularmente alto, en parte producto de una cultura del hiperconsumo bastante más exacerbada que en los otros dos casos. Esas variables son fundamentales para pensar qué desarrollo queremos. Aun con todos sus graves problemas y la “ineficiencia” de su PBI per cápita, un país como Estados Unidos logra ser un atractor de millares de inmigrantes provenientes de países más pobres todos los años en busca de una vida mejor. Entonces, quizá no sea necesario alcanzar el PBI per cápita estadounidense (24% mayor que el sueco y 67% mayor que el español) para vivir bien. Pero, tal como se señaló en un artículo reciente (Schteingart y Kejsefman, 2021), nuestro ingreso per cápita no es suficiente para tener una sociedad con baja pobreza y una amplia mayoría de clase media. 

Lo anterior no significa que tenemos que crecer infinito para vivir mejor, pero sí tenemos que crecer bastante. 

 

¿Cómo crecemos? 

Crecer requiere controlar la inflación, definir un tipo de cambio, lograr un acuerdo sostenible para el pago de la deuda y producir más, entre otros puntos. De estos, el único que tensiona directamente con los límites y las preocupaciones ambientales es el último. Veamos primero qué necesitamos para producir más: i) agregar valor a lo que ya producimos (por ejemplo, exportar fideos en lugar de trigo y/o producir máquinas para la producción de trigo), ii) diversificar nuestra canasta productiva (fomentando sectores hoy inexistentes), iii) producir localmente algunas cosas que hoy importamos (“sustitución de importaciones”) y iv) exportar más. 

¿Por qué es importante sustituir importaciones y exportar más? Porque a medida que la economía crece, se requieren elementos que la Argentina no produce y necesita traer del extranjero (por ejemplo, celulares y computadoras o insumos y maquinarias). Esos bienes que necesitamos de otros países requieren dólares para poder ser pagados, y las exportaciones son la principal fuente genuina de esas divisas. Asimismo, sustituir importaciones permite no demandar tanto al extranjero cuando crecemos y, de esa manera, ahorrarnos dólares.

¿Por qué este aumento de la producción y de las exportaciones tensiona con el ambiente? Miremos nuestra canasta exportadora actual. Alrededor del 80% de lo que exportamos son bienes y un 20% son servicios (turismo, software, películas, consultorías, etc.). Dentro de los bienes, los productos protagonistas son la soja, el maíz, el trigo, el girasol, la cebada, los vehículos automotores, los hidrocarburos, la carne bovina, productos de la pesca (merluza, langostinos y calamares) y minerales (oro, plata, litio). Salvo los vehículos automotores, nuestros principales productos de exportación están fuertemente ligados a la producción primaria y al aprovechamiento de los recursos naturales, particularmente al agro: 2 de cada 3 dólares que obtenemos de exportación de bienes son de base agropecuaria.

Si bien esos son los grandes complejos exportadores actuales, a diferencia de muchos países en vías de desarrollo (que principalmente exportan uno o dos productos), la Argentina tiene una canasta exportadora relativamente más variada y en la que incluso participan sectores industriales (como productos medicinales, químicos y algunos bienes de capital) y de servicios (como los ya mencionados software, turismo, contenidos audiovisuales y de consultoría). 

Todos estos sectores son fomentados en mayor o menor medida mediante diferentes políticas públicas: los servicios basados en el conocimiento están creciendo de la mano de la disponibilidad de talento argentino y, recientemente, de la Ley de Economía del Conocimiento, sancionada en 2020. Además, las exportaciones de manufacturas industriales intentan ser fomentadas a partir de menores impuestos a la exportación que los productos primarios. Asimismo, se busca generar nuevos sectores a partir de, por ejemplo, la promoción de la producción del cannabis medicinal.

El fomento de las diversas actividades debe tener en cuenta la transición global hacia el desarrollo sostenible: tanto las actividades existentes como los nuevos proyectos deben adecuarse al nuevo paradigma, donde los estándares ambientales no pueden ser los que predominaron en el pasado. En este sentido, no deja de ser auspicioso que el Estado nacional procure fomentar el turismo de naturaleza, la iniciativa Pampa Azul (centrada en el aprovechamiento soberano y sostenible de nuestros recursos marinos) o una ley de movilidad sustentable (para transformar la industria automotriz e impulsar la micromovilidad), todas políticas que apuntan a reducir los impactos ambientales de industrias existentes y forjar el camino hacia nuevas tecnologías. 

Lo mismo puede decirse de la apuesta por el hidrógeno verde (que incluye el reciente anuncio de inversión por parte de la firma australiana Fortescue para producir hidrógeno a gran escala en Río Negro), el rescate de la empresa IMPSA (jugador nacional clave como proveedor del sector energético), el apoyo a la industria satelital y el proyecto CAREM para construir pequeños reactores nucleares. Todas estas iniciativas forman parte de un repertorio que apunta a diversificar la matriz productiva y, a la vez, volverla más sostenible.

Sin embargo, que estos sectores puedan crecer sostenidamente, aportando empleos, ingresos y divisas con contundencia, depende de una serie de factores como el financiamiento, la formación de recursos humanos, la inversión en infraestructura, la estabilidad macroeconómica y la continuidad de las políticas de desarrollo. 

¿Cómo entran los recursos naturales en la ecuación?

 

Los recursos naturales no son una maldición 

Hace unos 30 años, surgió en las ciencias sociales de los países desarrollados lo que se conoce como “la teoría de la maldición de los recursos naturales”. Esta teoría sostiene que los países con abundantes recursos naturales tienden a tener un menor desarrollo económico y social que los demás. Una versión afín a esa teoría, pero más característica de las ciencias sociales latinoamericanas, es la del “extractivismo”, en la cual también hay una mirada negativa sobre la especialización en recursos naturales, aunque incorporando elementos caros a la teoría social latinoamericana, como las relaciones de dominación a nivel mundial entre países centrales industrializados y países periféricos exportadores de recursos naturales.

Si bien estas teorías son muy extendidas, consideramos que tienen algunos problemas. El primero es que existen varios ejemplos de países (Australia, Canadá, Estados Unidos, Noruega, Suecia, Finlandia o hasta Inglaterra y, más recientemente, China) que se desarrollaron apalancándose en sus dotaciones de recursos naturales. A partir de estos casos, la pregunta por la maldición debería vincularse más con las instituciones, la gestión y la gobernanza de los recursos que con la existencia y explotación en sí. Cuando entramos a ver esos aspectos, la discusión por el uso y el destino de los recursos naturales se vuelve más matizada que una dicotomía derivada del concepto de “maldición” y nos permite pensar de manera estratégica cómo hacemos para involucrarlos en el desarrollo sostenible nacional.

Fomentar los sectores más “deseables” (ecoturismo, economía circular, servicios basados en el conocimiento, cannabis medicinal, industria satelital, proveedores de energías limpias, hidrógeno verde, movilidad sustentable) no es incompatible con el aprovechamiento de los recursos naturales. Más bien, asociados a las políticas correctas, estos pueden ser una palanca para acelerar el avance de estos sectores, por un doble mecanismo. En primer lugar, varios de los sectores mencionados forman parte de cadenas de valor en donde los recursos naturales son clave (por ejemplo, la movilidad sustentable va a requerir más litio y cobre que la convencional, la digitalización de la sociedad demanda más minería para fabricar equipos electrónicos, las energías limpias necesitan más cobre, etc.). A su vez, en la medida en que los recursos naturales sean fuente de divisas y de recaudación para el Estado, se acrecientan las herramientas con las cuales el sector público puede mover la aguja para fortalecer estos sectores “deseables”.

Veamos en detalle. Dos sectores con gran potencial para crecer en exportaciones y aportar divisas a la economía argentina en los próximos años son la minería y los hidrocarburos —de la ya explorada Vaca Muerta y del relativamente inexplorado mar Argentino—. El sector minero actualmente exporta USD 3000 millones y se estima que podría multiplicar esa cifra por 4 hacia 2030. De Vaca Muerta y de los hidrocarburos offshore se habla de decenas de millones de dólares. 

Aquí hay que diferenciar dos escenarios. Primero, el horizonte temporal. Mientras que los hidrocarburos tienen un techo temporal fijado a través de los compromisos internacionales de mitigación del cambio climático, la minería aparece como un recurso necesario para todos los cambios tecnológicos implicados en los procesos de descarbonización —energías renovables, movilidad sustentable y digitalización—. En el mismo sentido, en un mundo con cada vez más bocas que alimentar producto del crecimiento demográfico en las regiones subdesarrolladas y con una creciente clase media asiática, el sector agropecuario va a continuar siendo protagonista.

En esta línea, las políticas deben tener en cuenta que los horizontes a largo plazo son diferentes. Respecto de los hidrocarburos, la estrategia tiene que apuntar a utilizar nuestras reservas disponibles para fortalecer la macroeconomía nacional, pero, a su vez, esta debe estar enmarcada en una estrategia de transición energética soberana, con un plan claro que pueda dialogar con otras políticas concurrentes, como la eficiencia energética, el fomento a las energías renovables, la energía distribuida, la I+D en energías alternativas como la undimotriz, la diversificación de las pymes proveedoras del sector y la recapacitación de las y los trabajadores del sector, entre otras.

En cambio, en la minería y en el agro, en donde la demanda mundial y local crecerá en las próximas décadas, se debe trabajar de otra forma. Por un lado, atendiendo a la prevención, reducción y remediación de los impactos ambientales de las actividades, con estrictos controles, con el cumplimiento de la legislación pertinente (por ejemplo, la Ley de Bosques, la Ley de Glaciares y la normativa sobre aplicación de agroquímicos), la jerarquización de las áreas responsables y la aplicación de las multas correspondientes. Por otro lado, se debe trabajar fuertemente en políticas que, a partir de estas actividades, fomenten el desarrollo local y el desarrollo productivo nacional. Ejemplos de ello son el desarrollo de proveedores, las exigencias de “compre y contrate local” y el agregado de valor en el país.

Para dar cuenta de que este proceso es posible, es interesante retomar la experiencia del superciclo latinoamericano de los commodities (2003-2013). Ese período no solo registró una importante baja de la pobreza tanto en la Argentina como en otros países de la región, sino que también disminuyó la desigualdad y mejoraron diferentes indicadores sociales como la esperanza de vida, el alfabetismo y el acceso a infraestructuras. A su vez, si bien la economía sostuvo la dependencia de las exportaciones primarias, pudo crear capacidades productivas no necesariamente asociadas a ese sector. Entre 2002 y 2013, en la Argentina se crearon 231.000 empresas (62% de crecimiento) en todos los sectores productivos, desde la industria hasta los servicios profesionales y las actividades culturales, pasando por la construcción y el turismo. Asimismo, se multiplicó la inversión pública en ciencia y tecnología (Möhle y Schteingart, 2021). 

Esto nos muestra que, con las políticas adecuadas, los recursos naturales no solo pueden jugar el rol clave de aportar divisas, sino que permiten la dinamización de la economía, el impulso a los sectores “deseables” y la mejora de las condiciones de vida de la población en su conjunto.

La diversificación de la estructura productiva y la transición a la sostenibilidad requieren creatividad y voluntad, pero también condiciones de posibilidad en materia económica, financiera, tecnológica, etc. Por ejemplo, ¿tiene sentido intentar competir con China en el desarrollo de paneles fotovoltaicos cuando ni Alemania lo logró? ¿O es mejor canalizar los recursos hacia la potenciación de sectores en los que ya tenemos capacidades, como la industria automotriz, la nuclear, la eólica y la ligada a los recursos naturales? En este sentido, sirven de referencia los casos de la industria de maquinaria agrícola, que pudo desarrollarse gracias a la vinculación con un sector pujante que provee una demanda estable. De la misma manera sucede con el sector petrolero: empresas como la marplatense QM han desarrollado capacidades para proveer al sector y gracias a las capacidades y recursos acumulados hoy exploran alternativas en energía undimotriz y eólica.

 

Recursos naturales, conflicto socioambiental y gobernanza 

Ahora bien, cuando miramos los territorios, el aprovechamiento de los recursos naturales está asociado cada vez a mayor conflictividad. Esta tiene un origen asociado a una noción de eldoradismo (Svampa, 2012), donde se entendía que solo por la instalación de las actividades el desarrollo local iba a derramar y se implementaban pocas políticas de desarrollo local ligadas a la instalación de los grandes proyectos productivos. Cuando aparecieron los reclamos por las promesas incumplidas, las respuestas fueron escasas y así la conflictividad fue en aumento, tanto en cantidad como en radicalización. De esta manera, en la actualidad, los reclamos más resonantes apuntan a la prohibición de las actividades más que a políticas que buscan la reducción de los impactos ambientales o el aumento del desarrollo local.

Recuperar esas exigencias matizadas es fundamental dados el escenario económico argentino y el potencial aporte de este tipo de proyectos a la contención de la crisis. Si todo es “extractivismo”, nada es “extractivismo”. ¿Hay condiciones en las que se considera aceptable la explotación de recursos naturales? ¿En cuales? ¿Es lo mismo un proyecto minero con 30% de empleo local que uno con 80%? ¿O uno con 20% de compras nacionales y otro con 70%? Por ejemplo, en la recientemente derogada Ley de Zonificación chubutense, se incluía una exigencia de que el 80% de mano de obra contratada debía ser local, algo que no apareció en el primer gran proyecto minero argentino, el de Bajo de la Alumbrera, en Catamarca, inaugurado en 1997. La inclusión de este tipo de cláusulas en los proyectos se debe a la demanda social y al aprendizaje de los actores. Incluso estos matices pueden dar pistas sobre por qué en algunas provincias, como Santa Cruz o San Juan, la minería es una actividad que funciona con amplia licencia social mientras que en otras está prohibida.

Pensando en la mejora de los proyectos vinculados a los recursos naturales, es fundamental la profundización de la interdisciplinariedad. Desde las disciplinas y la movilización ambiental, solemos pedir por una fertilización cruzada de saberes a la hora de pensar las políticas públicas en general y las económicas y productivas en particular. Algo de eso está sucediendo en algunos sectores y a fuerza de mucha presión social. 

Así, vemos cómo en la academia, en el sector privado y en la política, el desarrollo se piensa cada vez más como necesariamente asociado a la sostenibilidad. Claro que hay diferentes tipos de sostenibilidad (Gudynas, 2009) y que las acciones pueden parecer y ser insuficientes en muchos casos. Sin embargo, que la agenda permea es indiscutible. Lo muestran las diversas versiones internacionales de los nuevos acuerdos verdes (Green New Deals), la creciente incorporación de estándares ambientales en múltiples sectores productivos, la investigación y el desarrollo en alternativas de menor impacto ambiental, y el progreso de tecnologías renovables, entre otros.

A partir del avance de esta agenda y de la acumulación de poder de los ambientalismos, es importante profundizar sobre cómo va a dialogar la cuestión ambiental con el desarrollo nacional. Somos un país en vías de desarrollo que —a diferencia de otros de la región— no logra encontrar un camino de salida a las recurrentes crisis económicas y así su economía permanece estancada desde hace décadas, generando profundas crisis sociales y un constante deterioro de los activos sociales y productivos de nuestro país. En este escenario es donde aparece la urgencia de entender la transdisciplinariedad también desde las agendas ambientales hacia las económicas: es fundamental incorporar nociones como la de “restricción externa” y un conocimiento profundo de la estructura productiva argentina y mundial para repensarla. De este modo, será posible transformar un discurso defensivo y de veto en propuestas concretas y posibles de un nuevo modelo de desarrollo sostenible. 

La construcción de ese modelo de desarrollo sostenible requiere que nos juntemos desde las diferentes corrientes progresistas argentinas para articular una gran coalición que pueda pensar y llevar adelante este gigantesco desafío. Debemos pensar una estrategia y soñar con nuevas utopías —firmemente basadas en las realidades, necesidades, potencialidades y limitaciones de nuestro país— para poder definir y trabajar en horizontes concretos y realizables que permitan crear un proyecto común de generación de riqueza y reducción de la pobreza y la desigualdad que, en el mismo proceso, transite hacia la sustentabilidad ambiental creando futuros mejores para las mayorías.

 

Apuntes para pensar el desarrollo económico argentino. Una lectura desde la economía política y la economía ecológica
Autores: Ain Mora y Guillermo Peinado

 “Las doctrinas ortodoxas de la teoría del equilibrio y del libre comercio, que están difundidas entre los intelectuales del Tercer Mundo, son ajenas a sus problemas. La teoría del equilibrio es una exposición de la presunción en favor del laissez faire, pero el concepto mismo de desarrollo como un objetivo político es incompatible con el laissez faire. La cuestión del libre comercio se expresa en un modelo en el que las importaciones y las exportaciones siempre se equilibran, mientras que todos los países del Tercer Mundo adolecen de una escasez de moneda extranjera”.
Joan Robinson, 1976

 

Uno de los diagnósticos más difundidos a la hora de explicar por qué nuestro país no tiene un sendero de desarrollo económico que perdure a lo largo del tiempo es la escasez o falta de divisas crónica. Desde la bibliografía estructuralista latinoamericana, este proceso se sintetiza a través del concepto de restricción externa, que se refiere a la imposibilidad de un país de conseguir divisas para mantener ocupada la capacidad productiva de la economía. Este problema estructural genera como consecuencia directa una alta inestabilidad macroeconómica que incluye crisis recurrentes en la balanza de pagos y devaluaciones.

Sin embargo, a lo largo de nuestra historia, esa incapacidad de acumular reservas no siempre se presentó de la misma manera. Durante la primera etapa del patrón de acumulación por sustitución de importaciones (1930-1964), la imposibilidad de un sendero de desarrollo sostenible con estabilidad en nuestras cuentas externas estaba marcada por la existencia de una estructura productiva desequilibrada (EPD). 

Citando la teoría de Diamand (1973), en la Argentina convivían dos sectores con distinto tipo de productividad: un sector primario competitivo y generador de divisas y un sector industrial con menor productividad relativa, pero que era consumidor neto de divisas. Esta dinámica dual era la causante de la falta de dólares: en las fases expansivas del producto, crecían los salarios y el consumo, lo que provocaba un aumento de la demanda de bienes industriales de manera más rápida de lo que crecían las exportaciones primarias. Esto generaba un déficit comercial y la consecuente pérdida de divisas. A lo largo de este período, la solución recaía en políticas de estabilización basadas en la devaluación de la moneda (lo que generaba presiones inflacionarias), la reducción del gasto público y la elevación de las tasas de interés internas. Estas políticas contractivas generaban una reducción del consumo y, por lo tanto, de la demanda de importaciones de manufacturas, lo que reestablecía el equilibrio en el sector externo, pero agudizaba la pugna distributiva.

Durante la segunda etapa de industrialización (1964-1975), hubo una gran mejora en estos ciclos de expansión y contracción, producto del aumento de exportaciones industriales, pero todo esto se vio interrumpido por la instauración del golpe cívico-militar de 1976. La dictadura y la clase dominante instalaron un nuevo patrón de acumulación centrado en la valorización financiera (1976-2001) y en la teoría de las ventajas comparativas4. Los resultados fueron peores que en la etapa sustitutiva: no solo todos los indicadores sociales empeoraron, sino que la restricción externa se agravó. A partir de los años setenta, los problemas de falta de dólares se profundizaron, ya que el endeudamiento externo, el pago de intereses de esa deuda y la fuga de capitales pasaron a desempeñar un papel central en nuestra economía5,6. El resultado de este modelo de valorización financiera (1976-2001) fue un gran endeudamiento externo, un proceso de desindustrialización que agravó los niveles de desempleo, informalidad laboral y caída del salario real, y una profunda reconfiguración regresiva del ingreso en nuestro país (Schorr y Wainer, 2014).

 

La hegemonía neoliberal: valorización financiera y cambio estructural. Hacia la insustentabilidad ambiental, social y financiera 

“Es por todos reconocido que los países en desarrollo somos los que hemos contribuido a generar menos este desequilibrio conocido como «cambio climático» en cuyas causas se identifica la influencia de la actividad humana. Por el contrario, son los países desarrollados los que han recibido por mucho tiempo un verdadero subsidio ambiental de nuestros países, que les permite disfrutar de los altos niveles de consumo que provocaron esta situación. Esto nos convierte claramente al mundo y a los países en desarrollo en acreedores ambientales de los países desarrollados. Esta situación ha generado una deuda moral y ambiental que debe ser debidamente reparada”.
Néstor Kirchner, 2007

 

El modelo de desarrollo centrado en las ventajas comparativas estáticas y en la valorización financiera tuvo su estallido con la crisis de 2001. Sin embargo, modificó para siempre la estructura económica argentina. De ser un país que buscaba colocar exportaciones industriales en el resto del mundo pasamos a tener una canasta exportadora cuya composición favorece el afianzamiento de un perfil exportador dependiente de actividades vinculadas a la industrialización de recursos naturales, con bajo grado de elaboración, donde predominan las industrias capital-intensivas y con una débil articulación con el resto de la industria (Azpiazu y Schorr, 2010). 

Estos cambios estructurales también tuvieron su correlato ambiental en una mayor acreencia ecológica. La hipótesis central de este concepto es que las divisas para pagar el endeudamiento externo se consiguen a partir de una estructura exportadora reprimarizada, lo cual implica, por un lado, un comercio desigual en términos de flujos de materiales y energía escasamente remunerados hacia el resto del mundo, y, por otro lado, una reducción de biocapacidad neta, es decir, la pérdida de capacidad que tiene nuestro territorio de abastecer recursos naturales útiles y absorber los desechos generados por el proceso económico (Mora y otros, 2021).

En nuestro país, buena parte del proceso de desendeudamiento durante la década del 2000 se basó en el desempeño de la balanza comercial, que estaba constituida en su mayoría de productos primarios (PP) y manufacturas de origen agropecuario (MOA) (Gráfico 1).

 

Gráfico 1. Exportaciones argentinas según grandes rubros (1980-2019),

en porcentaje

Fuente: Elaboración propia sobre la base del INDEC.

 

En el período analizado de la valorización financiera, ambas cuentas representaban, en promedio, un 66% de las exportaciones argentinas. Si lo comparamos con el período 2002-2015, la tendencia decreciente de los productos primarios y sus derivados se vuelve ascendente. Aunque, en promedio, los productos primarios en conjunto con las MOA representaron un 56%, hubo un incremento porcentual de las MOA que ascienden del 32% en 2002 al 41% en 2015. Para el año 2015, los productos primarios y sus derivados (PP + MOA) representaban el 64% de las exportaciones totales medidas en dólares corrientes.

El resultado de este proceso derivó en una inserción en el mercado mundial basada en la exportación de commodities y productos asociados al patrón de acumulación anterior, que, si bien permitió el ingreso de divisas para pagar parte de la deuda externa y mejorar los indicadores sociales, generó tensiones y un fuerte impacto ambiental. Este patrón de inserción en el comercio internacional dio lugar a lo que desde la economía ecológica se denomina “intercambio ecológicamente desigual”7. Para poner a prueba la existencia de este mecanismo desigual, se contraponen los indicadores monetarios con los biofísicos8 construidos en el marco del análisis de flujos de materiales del campo de la economía ecológica. En este caso, se utilizó el indicador biofísico de huella ecológica9 (Gráfico 2). 

En el caso de la Argentina, en el período 1976-2001, el aporte en promedio del sector externo a la economía en términos monetarios fue un ingreso neto de divisas del 1,09% del producto, mientras que en términos biofísicos representó una salida de materiales y energía del 32% del producto. En esta disparidad se ve reflejado el intercambio ecológicamente desigual, es decir, la venta subvaluada de productos exportados y la intensidad de materiales y energías del sector exportador argentino. Esta tendencia se repite en el período 2002-2015, en el que el aporte monetario del sector externo al ingreso de divisas fue del 6,12% del producto, en promedio, pero tuvo como contrapartida una salida de materiales y energía del 41% del producto.

Esta relación entre indicador biofísico e indicador monetario impulsa, por lo menos, tres reflexiones. En primer lugar, se puede decir que las exportaciones argentinas están “mal pagadas” (aun en el marco del alza del precio de los commodities), ya que el precio no refleja la presión ambiental de esas actividades. En segundo lugar, en el Gráfico 2, se observa un límite a la salida exportadora a través de una elevada utilización de recursos naturales, lo que afecta la sustentabilidad ambiental en el tiempo de los procesos productivos; es decir, socava incluso la posibilidad de sostenerse económicamente en el tiempo. Una tercera observación sugiere que los conflictos socioambientales en la Argentina no están asociados a un “derroche” de la absorción doméstica de los ciudadanos y las ciudadanas de nuestro país, sino a una determinada estructura exportadora (Mora y otros, 2021).

 

Gráfico 2. Participación, en promedio, de los principales agregados de las cuentas nacionales de la Argentina, en dólares corrientes (USD) y en hectáreas globales (Gha), entre 1976-2001 y 2002-2015

Fuente: Elaboración propia sobre la base de datos del Banco Mundial y Global Footprint Network (Edición 2019).

 

Si continuamos por esta línea, se puede comprobar que desde 1976 los procesos de fuerte endeudamiento externo, como fue el período 1976-2001, se traducen en una reducción de la biocapacidad de la Argentina (Gráfico 3). Si se toma 1976 como año base, se puede concluir que durante el patrón de acumulación por valorización financiera hay una caída del superávit ecológico que conlleva a una pérdida de la biocapacidad total del 31,2%, con una tendencia a una mayor disminución en todo el período. 

En la posconvertibilidad (2002-2015), en un primer subperíodo (2002-2009), se mantiene la tendencia heredada de la valorización financiera, y la biocapacidad desciende en un 10,04% en comparación con 2001, ya que la huella ecológica de las exportaciones netas aumenta un 11,56% respecto al mismo año. Esto da como resultado una caída del superávit ecológico del 20,08% en relación con 2001 y de un 47,11% si se toma 1976 como año base. Esto significa que en un período de 33 años (1976-2009) la Argentina “vendió” casi la mitad de su biocapacidad neta. 

 

Gráfico 3. Diferencia entre biocapacidad y huella ecológica de las exportaciones netas de la Argentina, 1976-2015, en Gha per cápita. Base 100 = 1976

Fuente: Elaboración propia sobre la base de datos de Global Footprint Network (Edición 2019).

 

Este análisis refuerza la idea de que los procesos de endeudamiento externo en la valorización financiera se traducen en una mayor acreencia ecológica. En primer lugar, porque, como se vio anteriormente, instalan una inserción en el mundo que trae aparejado un intercambio ecológicamente desigual. En segundo lugar, porque esos procesos de endeudamiento coinciden con los procesos en donde más aumenta la pérdida de biocapacidad neta.

 

El regreso del Fondo Monetario Internacional. ¿Y ahora de dónde sacamos los dólares?  

Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”.
Albert Einstein

 

Las imposibilidades durante la posconvertibilidad de cambiar la matriz productiva exportadora y generar un proceso de industrialización más amplio y la persistente fuga de capitales10 repercutieron en diversas variables macroeconómicas. Esta inestabilidad dio lugar al mal diagnóstico de la “pesada herencia” citada por la alianza Cambiemos, que ganó las elecciones en 2015. Este discurso empalmó con las políticas económicas adoptadas para “sanear” la economía: se devaluó la moneda, se levantaron los controles de cambios, se redujeron las retenciones a las exportaciones y la obligación de liquidar divisas. En relación con estas políticas, el Banco Central orientó una tasa de interés interna al alza en función, supuestamente, de un esquema de metas de inflación. De esta manera, se volvió a intentar instalar un esquema de valorización financiera similar al aplicado durante la última dictadura cívico-militar.

El regreso de la valorización financiera reeditó el problema de la deuda externa y la fuga de capitales, pero ahora de manera masiva11. Esto generó la vuelta del Fondo Monetario Internacional como prestador de última instancia: para 2019, nuestro país le debía a este organismo USD 44.500 millones. Desde 2020 y durante toda la pandemia de COVID-19, la nueva alianza gobernante (Frente de Todos) trató de postergar los pagos de esa deuda con el objetivo de atender las urgencias sanitarias y sociales del país, y en 2022 logró un acuerdo que le permite postergar solo la fecha de los vencimientos. 

En este contexto, y sumada a la masividad de los movimientos ambientalistas, se retomó la discusión de cómo cambiar la estructura exportadora argentina en pos de una transición socioecológicamente sustentable y que, al mismo tiempo, consiga las divisas necesarias (ya sea para pagar la deuda futura o para conseguir importaciones que contribuyan a esa transición). 

Uno de los primeros diagnósticos que debe considerarse es que la Argentina, en los últimos 20 años, ha tenido déficit comercial de bienes con el resto del mundo solo en tres años (2015, 2017 y 2018) (Gráfico 4). Los restantes 17 años ha tenido superávit, aunque con dos tendencias marcadas: una creciente o estable entre 2000-2010 y una declinante a partir de 2011-2019 (principalmente por el déficit energético y en algunas ramas industriales). Esto significa que, en términos generales, la Argentina obtiene dólares en el mercado de bienes mediante el comercio internacional.

 

Gráfico 4. Evolución de las exportaciones, importaciones y el saldo comercial del comercio de bienes, en miles de dólares corrientes

Fuente: Elaboración propia sobre la base del INDEC.

 

Pero, entonces, ¿a dónde se van esas divisas que se consiguen vendiendo nuestros bienes? ¿Por qué, a pesar de tener esta balanza positiva en el rubro de los bienes, necesitamos seguir exportando más? Esas divisas se van, sobre todo, por la fuga de capitales y el pago de la deuda externa. Por ejemplo, según datos del Mirador de la Actualidad del Trabajo y el Empleo (MATE), de 2019 a 2021 la balanza comercial argentina fue positiva en USD 19.378 millones, pero se consumieron USD 28.688 millones entre fuga de capitales (USD 7347 millones), desendeudamiento del sector privado (USD 10.109 millones) y desendeudamiento del sector público (USD 12.047 millones) (MATE, 2022).

Este diagnóstico nos permite sacar algunas conclusiones. En primer lugar, en la Argentina hay que volver a rediscutir el sistema financiero. La reforma financiera vigente es de la última dictadura militar (1977) y facilita la fuga de capitales mediante diversos medios. La discusión sobre qué exportamos e importamos es válida, pero resulta prioritario saber que el destino de esos dólares se usará para generar una estructura productiva que tenga en cuenta una trayectoria ambiental sustentable y no para financiar fuga de capitales o el pago de endeudamiento externo. Achicar nuestro intercambio ecológicamente desigual y que la acreencia externa no se traslade nuevamente a una mayor reprimarización económica y una creciente deuda interna depende de la implementación de una profunda reforma financiera.  

En segundo lugar, el Estado debe tener un plan de desarrollo a largo plazo que incluya temas urgentes como el acceso a la tierra, la comercialización de alimentos y la transición energética. En la elaboración de ese plan, resulta importante la utilización de indicadores biofísicos o de impacto ambiental que permitan establecer nuevas prioridades. 

En la actualidad, lo más parecido es el Plan de Desarrollo Productivo Verde promovido por el Ministerio de Desarrollo Productivo en junio de 2021, pero apunta a esto de manera muy liviana12. Este plan plantea la participación en la toma de decisiones de diversos actores ambientalistas, ONG, empresas y el Estado, pero sin especificar el rol de cada parte. Carece de detalles acerca de la “minería sustentable” y su implementación, y en la página web del Ministerio solo existe una presentación de 20 páginas. 

Un punto a favor de este plan son las políticas activas en materia de transición energética, no por el hecho de que la Argentina tenga que reducir emisiones de dióxido de carbono (representa solo entre el 0,7 y 0,9% de las emisiones a nivel mundial), sino para proveer a países que son más responsables en las emisiones a nivel global. Luego, en materia energética y de energías renovables, no se específica su cantidad ni los destinos de su suministro. 

Fuera de este plan, las declaraciones ministeriales sostienen la necesidad de exportar tanto minerales como productos agroindustriales o manufacturas industriales para conseguir divisas. En este sentido, no se observa una prioridad de acuerdo a los impactos ambientales generados por estas actividades. Sumado a esto, la no utilización de indicadores biofísicos o de presión ambiental para organizar un plan de desarrollo productivo nos lleva sistemáticamente a repetir los errores del pasado, a reducir nuestra biocapacidad y a generar un aumento en los conflictos socioambientales en los distintos territorios. Esto quiere decir que la utilización por parte de estos indicadores podría dar la pauta de aquellas actividades intensivas en términos de impacto ambiental (y, por lo tanto, de la necesidad de reducirlas) y aquellas donde se puede explorar más su producción. 

En tercer lugar, el Gobierno no tiene suficiente control sobre la estructura exportadora con alto grado de concentración empresarial. Una oportunidad perdida en este sentido fue Vicentín13. La intervención del Estado habría podido asegurar un piso para lograr múltiples objetivos: a) evitar la mayor concentración y extranjerización de un sector estratégico en la economía argentina, ya altamente concentrado (ocho empresas reúnen el 94% de las exportaciones de derivados de soja y girasol); b) contar con una empresa pública testigo en un sector central en términos de generación de divisas con la posibilidad de arbitrar en precios y evitar maniobras especulativas comunes en el sector (reticencia a liquidar divisas, triangulación de exportaciones para evitar carga fiscal, entre otras); c) tener la oportunidad histórica de discutir la posibilidad de usar excedentes y renta agraria generadas por el sector agroexportador a fin de impulsar y desarrollar modelos productivos más democráticos e integrados, con apoyo a los pequeñas productoras y cooperativas agrícolas, y a la producción agroecológica; o la posibilidad de profundizar y diversificar la actividad de la empresa, para incursionar en el mercado de alimentos (Mora y otros, 2020).

Por último, en cuanto a la estructura productiva, el Estado argentino tiene muy poco control sobre un rubro cuyos precios se elevan por encima del promedio inflacionario: el sector de alimentos y bebidas. En este sentido, es importante la implementación urgente de empresas públicas a nivel nacional que le permitan al gobierno controlar la oferta de productos comestibles, garantizar su comercialización y favorecer proveedores de cercanía. Sumado a esto, se debe avanzar en una ley de tierras que posibilite un mayor acceso a la tenencia de este recurso por parte de pequeños agricultores y que al Estado le otorgue la posibilidad de planear un mejor ordenamiento territorial. Estas políticas de control del sector exportador y del sector de alimentos, sumadas a la aplicación del ingreso básico universal (IBU)14, son determinantes a la hora de una mejora radical en la distribución del ingreso en nuestro país.

Nuestro pasado cercano nos demostró que solo con herramientas de control y políticas fiscales no alcanza: el Estado debe tener la capacidad de competir con el privado en los sectores clave (sin necesidad de desplazarlo) para garantizar una mayor eficiencia, promover una asignación más justa del ingreso y dar un primer paso hacia un sendero sostenible en términos ambientales.

1 Para más detalle, ver FARN, 2020, y González y Grosso, 2021.

2 Por un lado, la demanda creciente y el nivel de precios de los commodities a partir de los 2000 han dinamizado fuertemente estos sectores. Por otro lado, los avances científicos en el acceso, la producción y la transformación de los RRNN han incrementado el contenido tecnológico y la complejidad de esas actividades.

3 Ver, en este sentido, Freytes, C. y O’Farrell, J. (2021), y O’Farrell, J.; Pizzo, F.; Freytes, C.; Aneise, A. y Demeco, L. (2022) (en prensa).

4 Sintéticamente, esta teoría concluye que los países se insertan en el mercado mundial de acuerdo al costo relativo de sus mercancías, especializándose en aquella que tiene una ventaja comparativa. En el caso argentino, estas mercancías se basan en la producción agropecuaria derivada de la gran cantidad de tierra y capital por persona ocupada (Arceo, 2003).

5 La reforma financiera y las políticas monetaristas generaron un aumento de la tasa de interés que permitía que los grupos económicos locales y las empresas transnacionales comenzaran a endeudarse en dólares para obtener renta mediante colocaciones financieras, ya que la tasa de interés nacional superaba el costo de endeudarse en el mercado externo. Posteriormente, esa apropiación de renta financiera en pesos se tradujo en la remisión de recursos al exterior por parte de estos sectores económicos. Este proceso de fuga de capitales era sostenido por el Estado, que garantizaba una elevada tasa de interés a través del endeudamiento interno, proveía las divisas que luego se fugaban y después, en la década del ochenta, asumió como propia gran parte la deuda externa del sector privado.

6 Al final del período, en 2001, el pago de intereses a los acreedores externos acumuló USD 117.000 millones (superando todo el PBI del año 2002). Al mismo tiempo, la fuga de capitales locales al exterior tuvo un monto acumulado de USD 138.000 millones (Basualdo, 2018).

7 El intercambio ecológicamente desigual hace referencia al hecho de que un patrón de comercio internacional financieramente equilibrado puede también ser ecológicamente desigual mediante un desbalance del contenido de recursos naturales (en términos de materiales y energía) de las exportaciones netas (Muradian y Martínez Alier, 2001).

8 Los indicadores biofísicos son, en general, indicadores de presión ambiental antrópica sobre los ecosistemas. Dado que esas dimensiones poseen diferentes características, no existe un indicador biofísico que los resuma a todos. Algunos de ellos son huella ecológica, huella hídrica, huella de carbono, huella de nutrientes y tasa de retorno energética.

9La huella ecológica es el área de tierra y agua biológicamente productiva que se necesita para producir los recursos que consume un individuo, población o actividad y para absorber los residuos que ello genera, considerando la tecnología y gestión de recursos imperante.

10 Si bien durante el período 2002-2015 se desarticularon muchos mecanismos de la valorización financiera, la fuga de capitales continuó ya no por medio del endeudamiento externo, sino, en su mayor parte, a través del excedente obtenido, justamente, en el comercio exterior (Basualdo, 2018).

11 En el período 2016-2019, la fuga de capitales marcó un promedio de entre USD 16.000 y 26.000 millones por año. Según el informe del Banco Central de 2020, 1,3 millones de personas (el 4% de la gente mayor de 18 años) explican el 80% de la fuga de capitales. A nivel empresarial, 852 compañías (el 0,1% del total del país) explican el 80% de esa fuga (Wainer, 2021).

12 En principio, este plan consiste en una inversión de $10.065 millones, de los cuales más de un 60% está destinado al programa Pymes Verdes y a la integración nacional de bicicletas eléctricas. Sumado a esto, busca fomentar la producción de hidrógeno verde, la industrialización verde (acero verde, cobre verde, papel verde), la construcción sostenible, e incluye un plan nacional de minería sostenible.

13 Vicentín SAIC es la sexta empresa más grande en el mercado de granos argentino. A fines de 2019 se declaró en cesión de pagos con una deuda que asciende a $99.345 millones con más de 2600 acreedores. En este contexto, en junio de 2020, el Gobierno nacional decidió, mediante un Decreto de Necesidad y Urgencia, la intervención en el gerenciamiento y la administración de la firma por un plazo de 60 días, y propuso enviar al Congreso Nacional un proyecto de ley que declare a la empresa de utilidad pública y su posterior expropiación. Este hecho quedó revocado ya que el 31 de julio, casi dos meses después del anuncio, el mismo presidente decidió la nulidad del decreto luego de una amplia resistencia por parte de la clase dominante y los medios de comunicación hegemónicos.

14 Ver Dinerstein (2020).

 

Bibliografía:

Martínez Allier, J. y Walter, M. (2021). Deuda externa y deuda ecológica. Informe Ambiental de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (2021): Pandemia y crisis ambiental: dos caras de una misma moneda. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación Ambiente y Recursos Naturales. Disponible en: https://farn.org.ar/iafonline2021/articulos/4-3-deuda-externa-y-deuda-ecologica/.

Fundación Ambiente y Recursos Naturales (2020). Reflexiones para la construcción de un consenso político sobre lo ambiental. Informe Ambiental de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (2020): Lo ambiental debe ser política de Estado. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación Ambiente y Recursos Naturales. Disponible en: https://farn. org.ar/iafonline2020/articulos/4-2-reflexiones-para-la-construccion-de-un-consenso-politico-sobre-lo-ambiental/.González, G. y Grosso, L. (2021). La agenda parlamentaria en tiempos de pandemia: reflexiones de Gladys González y Leonardo Grosso. Informe Ambiental de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (2021): Pandemia y crisis ambiental: dos caras de una misma moneda. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación Ambiente y Recursos Naturales. Disponible en: https://farn.org.ar/iafonline2021/articulos/5-3/.

 

Arceo, N. (2022). El potencial de la producción hidrocarburífera en Argentina. Buenos Aires: Fundar (en elaboración).

Bril Mascarenhas, T.; Freytes, C.; O’Farrell, J. y Palazzo, G. (2020). La discusión sobre el desarrollo en la Argentina. Fundar.

Bril Mascarenhas, T.; Gutman, V.; Dias Lourenco, M. B.; Pezzarini, L.; Palazzo, G. y Anauati, M. V. (2021). Políticas de desarrollo productivo verde para la Argentina. Fundar. 

Christel, L. (2018). Políticas de protección ambiental para el sector minero: entre las leyes provinciales y la Ley de Glaciares. En R. A. Gutiérrez (ed.), Construir el ambiente: Sociedad, Estado y políticas ambientales en Argentina. Teseo, pp. 217-273.

Fernández Milmanda, B. y Garay, C. (2020). The Multilevel Politics of Enforcement: Environmental Institutions in Argentina. Politics & Society, 48(1), 3-26.

Freytes, C. y O’Farrell, J. (2021). El potencial dinámico de los recursos naturales. Pensar los recursos naturales como motor de la innovación. Fundar.

Freytes, C.; Obaya, M.; Delbuono, V. y Demeco, L. (2022). Federalismo y políticas de desarrollo productivo. Generación de capacidades en torno a la minería del litio en el NOA argentino. Fundar (en elaboración). 

Jorratt, M. (2021). Renta económica, régimen tributario y transparencia fiscal en la minería del cobre en Chile y el Perú. Documentos de Proyectos (LC/TS.2021/52). Santiago: Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).

Katz, J. (2020). Recursos naturales y crecimiento: aspectos macro y microeconómicos, temas regulatorios, derechos ambientales e inclusión social. Documentos de Proyectos (LC/TS.2020/14). Santiago de Chile: Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).

Marín, A.; NavasAlemán, L. y Pérez, C. (2015). Natural Resource Industries as a Platform for the Development of Knowledge Intensive Industries. Tijdschrift voor Economische en Sociale Geografie, 106(2), 154-168.

Marin, A., et al. (2021). Innovation and Competitiveness in Mining Value Chains. The Case of Argentina. Interamerican Development Bank: Discussion Paper No 892 (IDB-DP-892). 

Ministerio de Medio Ambiente (2015). Guía de orientación para el uso de la evaluación ambiental estratégica en Chile. Chile: Gobierno Nacional Chileno.

Obaya, M. (2021). Una mirada estratégica sobre el triángulo del litio. Marco normativo y políticas productivas para el desarrollo de capacidades en base a recursos naturales. Fundar .

O’Farrell, J.; Palazzo, G.; Bril Mascarenhas, T.; Freytes, C. y Dias Lourenco, B. (2021). Políticas de desarrollo productivo: por qué son necesarias para transformar la economía y cómo implementarlas. Fundar.

 

Arceo, E. (2003). Argentina en la periferia próspera. Universidad Nacional de Quilmes.

Azpiazu, D. y Schorr, M. (2010). Hecho en Argentina. Siglo Veintiuno Editores.

Basualdo, E. (2018). Endeudar y fugar. Siglo Veintiuno Editores.

Diamand, M. (1973). Doctrinas económicas, desarrollo e independencia. Paidós.

Dinerstein, N. (2020). El ingreso básico universal. Márgenes, 26-41.

Mirador de Actualidad del Trabajo y la Economía (MATE) (2022). Informe de Coyuntura. Enero 2022. MATE.

Mora, A.; Pacchiotti, D.; Pellegrini, J. y Pérez Barreda, N. (2020). Vicentín y la posibilidad de intervenir en la cadena alimentaria. Hacia la soberanía alimentaria. Una empresa pública de alimentos. Tricontinental, 42-51.

Mora, A.; Piccolo, P.; Peinado, G. y Ganem, J. (2021). La Deuda Externa y la Deuda Ecológica, dos caras de la misma moneda: el intercambio ecológicamente desigual entre la Argentina y el resto del mundo. Cuadernos de Economía Crítica, 39-64.

Muradian, R. y Martínez Alier, J. (2001). Trade and the environment: from a “Southern” perspective. Ecological Economics, 36, 281-297.

Schorr, M. y Wainer, A. (2014). Restricción externa en la Argentina: Una mirada estructural de la posconvertibilidad. Fundación Heinrich Böll.

Wainer, A. (2021). ¿Por qué siempre faltan dólares? Siglo Veintiuno Editores.

O’Farrell, J.; Pizzo, F.; Freytes, C.; Aneise, A. y Demeco, L. (2022). Pilares de la innovación en biotecnología agrícola: Generar capacidades productivas y promover insumos para una agricultura sustentable. Fundar (en prensa, febrero).

Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable (SAyDS) (2018). Diagnóstico del estado de situación de la evaluación ambiental. Buenos Aires: SAyDS.

Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable (SAyDS) (2019). Diagnóstico de la Evaluación Ambiental. Buenos Aires: SAyDS.

Thomson, I. y Boutilier, R. (2011). Modeling and Measuring the Social License to Operate: Fruits of a Dialogue between Theory and Practice.

Wagner, L. y Walter, M. (2020). Cartografía de la conflictividad minera en Argentina (2003-2018). Un análisis desde el Atlas de Justicia Ambiental. En: G. Merlinsky (ed.), Cartografías del Conflicto Ambiental en Argentina 3. Ediciones Ciccus.

 

Figueroa, Lucas Martín y Möhle, Elisabeth (2020). Aprendizajes de política ambiental comparando las leyes nacionales de Bosques Nativos y Glaciares en Argentina. Argumentos. Estudios críticos de la sociedad 92, 131-154.

Gudynas, Eduardo (2009). Desarrollo sostenible: posturas contemporáneas y desafíos en la construcción del espacio urbano. Vivienda popular 18, 12-19.

Hickel, Jason (2020). The sustainable development index: Measuring the ecological efficiency of human development in the anthropocene. Ecological Economics 167, 106331.

Meadows, Donella H., et al. (1972). The limits to. Growth 102, 27.

Möhle, Elisabeth y Schteingart, Daniel (2021). Hacia un ecodesarrollismo latinoamericano. Nueva Sociedad 295, 42-56.

Raworth, Kate (2017). Doughnut economics: seven ways to think like a 21st-century economist. Chelsea Green Publishing.

Schteingart, Daniel y Kejsefman, Igal (2021). ¿Alcanza con redistribuir? Revista Anfibia

Svampa, Maristella (2012). Consenso de los commodities, giro ecoterritorial y pensamiento crítico en América Latina. Osal 13, 32:15-38.

 

 

Para conocer los desafíos del cambio de paradigma del agro, te sugerimos leer “La transición agroecológica como un cambio de paradigma”, de Santiago Sarandón.

Compartir en redes sociales