Desde su entrada en vigencia, el régimen de grandes inversiones consolidó privilegios para megaproyectos extractivos y de infraestructura, debilitó regulaciones sociales y ambientales, y tensionó compromisos climáticos y derechos humanos que la Constitución y los tratados internacionales protegen.
Por Cristian Fernández y Guillermina French
El Régimen de Incentivo para las Grandes Inversiones (RIGI), contenido en la Ley Bases, es un régimen que busca fomentar inversiones que consistan en un piso mínimo de 200 millones de dólares a partir del otorgamiento de beneficios aduaneros, cambiarios y fiscales por 30 años.
A un año de su puesta en marcha, desde el Observatorio del RIGI —integrado por organizaciones sociales, institutos de investigación y académicos— monitoreamos los proyectos que se incorporan formalmente al régimen. Los resultados están lejos de las promesas iniciales: hasta ahora se presentaron 19 solicitudes de adhesión, de las cuales 7 fueron aprobadas y 1 rechazada. La “avalancha de capitales” aún no llegó, mientras el régimen ya garantiza beneficios extraordinarios a un reducido grupo de grandes inversores.
El RIGI favorece a megaproyectos de infraestructura, forestales, de hidrocarburos y mineros vinculados al cobre y litio, entre otros. Se trata de proyectos con altos impactos ambientales, ecosistémicos y sociales. Sin embargo, este régimen de privilegios omite cualquier referencia a los daños que estos mega proyectos provocarán al clima, a la naturaleza y a las comunidades.